Comentario
A consecuencia de las invasiones árabes y de la subsiguiente expansión del islamismo por la mayor parte del tercio septentrional del Continente, el área de África que se incorporó a la historia fue más extensa de lo que había sido nunca anteriormente. Paralelamente, sin embargo, el Mediterráneo, que en un principio había sido el punto de confluencia de los pueblos y de las ideas de África, Asia y Europa, se convirtió en una frontera ideológica en constante tensión entre las fuerzas del Islam y del Cristianismo. África, probablemente, no se perjudicó demasiado a consecuencia de esta situación ya que, desde el siglo VIII al XIV, es casi seguro que ganó de su inclusión parcial en la civilización del Islam más de lo que perdió por su falta de contacto en Europa. En los siglos XV y XVI, nuevas y dinámicas fuerzas, que tan vitalmente habrían de afectar al Continente africano, surgieron de esta combinación mediterránea de cooperación económica y guerra política y militar. El África del norte del Sáhara se convirtió en una tierra fronteriza muerta; sin embargo, otras partes del Continente se incorporaron al tráfico de esclavos africanos con destino a Europa, recibiendo a cambio las recientemente inventadas armas de fuego, que iban a producir muchos trastornos en el equilibrio de poder de muchas regiones de África.
Al llegar el siglo XVIII, el control de los asuntos norteafricanos estaba en manos de los musulmanes, incapaces en gran medida de mantener los antiguos lazos de unión con el Sudán y con el Mediterráneo, cada vez más dominado por navíos de los Estados de la Europa occidental. El poder organizado en el Sudán occidental se quebranta y consecuencia inevitable fue la confirmación de la primacía de las rutas comerciales que atravesaban el Sáhara central hasta Túnez y Trípoli. El extremo meridional de estas rutas quedó firmemente establecido en los territorios hausas que, con Kano y Kalsina a la cabeza, entraban ahora en un periodo de prosperidad e influencia. Sin embargo, exceptuando el comercio de esclavos con destino a África del Norte, las rutas transaharianas perdían ahora importancia como arteria principal del comercio internacional, ya que el comercio con Guinea, aunque no el de Sudán, se desviaba cada vez más hacia los comerciantes europeos establecidos en la costa.
Inicialmente, de todos los artículos de los que había una constante demanda europea, África occidental sólo podía ofrecer marfil y oro. Hacia el siglo XVIII, la producción del primero disminuyó notablemente, mientras que el oro procedía en su mayor parte de la Costa de Oro que, hasta la mitad del siglo XVII había sido el principal foco de interés europeo, en detrimento de otras áreas. Sin embargo, la situación había comenzado a cambiar debido a la demanda de mano de obra de las plantaciones europeas en la América tropical. Sólo con la introducción competitiva en la India occidental de holandeses, franceses e ingleses en el siglo XVIII, época en que se dio además un rápido incremento de la demanda europea de azúcar (producto que necesita gran cantidad de mano de obra), comenzó el comercio trasatlántico de esclavos a ser la principal actividad europea en África occidental. Durante el siglo XVIII, el comercio de esclavos comenzó a tener consecuencias revolucionarias en África occidental. La explicación de este fenómeno no es unívoca, pero parece que la pérdida de hombres en Guinea, que en el siglo XVIII sobrepasó el número de 100.000 hombres y mujeres jóvenes, no significó una mutilación excesiva en relación con la población total. Además, desde un punto de vista estrictamente económico, parece que gran parte de esta pérdida fue compensada por el crecimiento de riqueza que ocasionó en las más avanzadas comunidades guineanas el comercio con Europa. En ambos aspectos, la situación de Angola y África oriental fue diferente; aquí la población era relativamente escasa y la economía indígena no superaba el nivel de subsistencia, por lo que una mínima pérdida de hombres productivos podía ser desastrosa. El efecto general del comercio atlántico de esclavos fue el desplazamiento de los centros de riqueza y poder en África occidental desde el Sudán hacia la costa. Con ser la trata de negros importante en la historia africana del siglo XVIII y de las centurias precedentes, sin embargo el acontecimiento más importante de los siglos XVII y XVIII fue el surgimiento de jefaturas africanas, justo en el interior de las tierras costeras. Uno de los primeros fue el Imperio de Akán en Akwamu, de corta duración que, entre 1680 y 1730, se expandió paralelamente a la Costa de Oro oriental y a la Costa de los Esclavos occidental con intención de acaparar todo el comercio de sus alrededores con el Sur. Akwamu, no obstante, no logró encontrar un sistema de administración capaz de asegurar la fidelidad duradera de sus súbditos de Ga y Ewe, y fue rápidamente reemplazado en su puesto de principal potencia en la Costa de Oro por Ashanti.
A principios del siglo XVIII, Ashanti comenzó a extenderse hacia el Norte, incorporando o haciendo tributarios a otros territorios. Entonces, cuando el comercio con el interior estuvo seguro, se dirigió al Sur en busca de un contacto directo con los comerciantes europeos. Más al Oriente, Oyo, que había comenzado en el siglo XVII su expansión hacia el Sur, impuso en el siglo XVIII su hegemonía sobre sus parientes yoruba, establecidos más al Sur, y gran parte del comercio de esclavos de Nigeria se trasladó desde Benin a puertos como Bagadri y Lagos. Entre el Imperio Yoruba de Oyo y el gobierno Ashanti, surgió el nuevo Estado de Dahomey, que también se extendió hacia el Sur, atraído por el comercio con los europeos.
A finales del siglo XVIII, después de más de tres siglos de comercio europeo en las costas de África occidental, la influencia europea no se había dejado sentir demasiado y la de las misiones en Guinea había sido escasa. La principal consecuencia de la llegada de comerciantes europeos a la costa, de su demanda de esclavos y de la introducción de nuevas mercancías, de las cuales las armas de fuego fueron las que tuvieron mayor influencia, fue el estimular en Guinea una nueva y potente manifestación de cara a las zonas costeras, de la arraigada civilización sudanesa.
Angola permaneció como base de suministro para el comercio de esclavos del Brasil y durante los siglos XVII y XVIII se convirtió en un desierto aullante. Al interior, traspasado el valle del Kwango, se había creado el reino de Mwata Yamvo, rodeado por una red de satélites de pueblos lunda y cazadores de marfil, los luba, que hacia la mitad del siglo XVII ocupaban una amplia área situada al sur del Congo, Angola occidental y Zimbabwe septentrional. Este reino se extendió, a comienzos del XVIII, hacia el Sur y el Este; los lundas de Kazembe fundaron un nuevo estado, con su capital en el valle de Luapula, el importante reino de los kazemberes. En este sentido se puede afirmar que la influencia portuguesa repercutió de manera indirecta de costa a costa de África.
Al sur de Angola, se extienden las abrasadas tierras de África del Suroeste, con sus esparcidas comunidades cazadoras y pastoriles de herreros bosquimanos y hotentotes. Los portugueses no se establecieron allí, ni tampoco en el Cabo de Buena Esperanza, hasta que a mediados del siglo XVII, cuando los portugueses descubrieron la mejor ruta de navegación hacia Oriente, El Cabo adquirió importancia como posición privilegiada, de "lugar a medio camino de las Indias". Mucho antes de que existiera ningún blanco sudafricano, los bantúes habían ocupado las únicas partes del subcontinente con un clima y una lluvia favorables a su agricultura intensiva. Fueron ellos el pueblo más próximo a la colonia holandesa fundada en El Cabo en 1652, pero hasta más de un siglo después no se encontraron los expansivos colonialistas con los bantúes, hecho que ocurrió cerca del río Fish, al este de la ciudad de El Cabo.
Aparte del Congo y Angola, el escenario más importante de los primeros contactos entre negros y blancos fue la región del bajo Zambeze. Los mwenemutapas, o monomotapas, como normalmente lo escribían los portugueses, extendiéndose hacia el Norte, hacia el río Zambeze, habían puesto bajo su soberanía una amplia zona: unas 700 millas de la superficie del valle del Zambeze, desde la garganta de Kariba hacia el mar; las partes septentrional y oriental de la gran meseta de Zimbabwe del sur y las bajas tierras de Mozambique meridional, entre el Zambeze y el Limpopo. Pero este reino primero se declaró vasallo de los portugueses y después sus habitantes fueron expulsados, junto con sus antiguos patronos, de la meseta por las tribus changamiras quienes, en el siglo XVIII, dejaron a los monomotapas el gobierno de un pequeño resto de sus anteriores territorios en el valle situado entre el Tete y el Zumbo.
Mientras las relaciones comerciales entre África y el mundo exterior estuvieron concentradas en el mercado de esclavos, fue inevitable que el contacto fuera débil y la influencia indirecta. Hasta que el movimiento antiesclavista no consiguió una decisiva victoria en Europa misma, no fue posible organizar desde ella otro tipo de contacto con África. El famoso juicio de lord Mansfield, en 1792, fue la primera victoria de un pequeño grupo de presión, compuesto principalmente por cristianos evangelistas, que habían iniciado una campaña sin piedad contra el comercio inglés de esclavos y, más tarde, con igual éxito, contra la institución de la esclavitud en los territorios ingleses de ultramar. Por fin, en 1807, se persuadió al Parlamento de que aprobara una ley por la que se convertía en ilegal para los súbditos ingleses el tráfico de esclavos, ampliada cuatro años más tarde por un decreto con severas penas para quienes lo continuasen.
El nuevo interés por África consistió en la preocupación evangelizadora. Ya a finales del siglo XVIII, en los círculos de tendencia luterana y calvinista de la Europa septentrional cundió la preocupación, casi sin precedentes desde los primeros siglos del Cristianismo, por la conversión de los pueblos no cristianos del mundo. En 1799, los anglicanos de orientación evangélica fundaron la Sociedad de la Iglesia Misionera Metodista, con misiones en África occidental; la Sociedad de Berlín, con misiones en África septentrional y, más tarde, en África oriental; la Misión de las Universidades, una sociedad anglicana importante que actuaba en la parte central de África oriental, y la Misión de las Iglesias Presbiterianas Escocesas en África septentrional, occidental y oriental. Para la Iglesia católica romana, la idea de las misiones no era, desde luego, nueva, pero en el siglo XVIII declinó el celo religioso de los países ibéricos a la par que sus energías seculares.
Mas antes de que alguna de estas nuevas influencias, ya fueran misioneras o comerciales, pudieran jugar un papel decisivo en la escena africana, hubo que vencer la indiferencia del mundo exterior hacia África. Para la Europa de finales del XVIII, África era poco más que una línea costera; costa, por otra parte, no muy representativa del interior. África septentrional formaba parte del mundo musulmán, que permanecía aún casi cerrado para los cristianos de Occidente. Las únicas comunidades africanas conocidas por los europeos del siglo XVIII eran las regiones selváticas del África occidental y centro occidental. La exploración europea del interior de África era todavía, en gran medida, una manifestación más del movimiento humanitario, que había atacado el tráfico de esclavos, tratando de sustituirlo por el Cristianismo y un comercio legal. El movimiento geográfico no empezó hasta finales del siglo XVIII y necesitó aproximadamente de setenta y cinco u ochenta años para llegar a los primeros resultados.